Quizá nuestros lectores no sepan la cantidad impresionante de santuarios marianos que regentan los Oblatos en todo el mundo. Más de cincuenta, esparcidos por los cinco continentes, en los cuales dan a conocer y hacen amar a la Santísima Virgen.

Uno de los santuarios marianos más célebres confiados a los Oblatos es, sin lugar a duda, el de Nuestra Señora de Madhu, en Sri Lanka. Se establecieron en 1851 en ese antiguo centro de peregrinaciones que atrae a millares de peregrinos en las principales fiestas de la Santísima Virgen. Se la invoca ahí con el título de Nuestra Señora del Santísimo Rosario. En 1933 el papa Pío XII le donó un enorme rosario, una verdadera obra de arte. La “Marcha triunfal” de Nuestra Señora es una procesión que levanta un entusiasmo indeible. La tierra de Madhu se la conoce por curar las mordeduras de serpientes venenosas, como la cobra. También se dan numerosas conversiones.

He aquí cómo la Virgen de Madhu devolvió la vista a un ciego y lo convirtió a la fe católica. El padre Julio Collin, OMI, (foto), fue testigo del milagro, en 1891. El padre Pedro Duchaussois, OMI, nos cuenta ese doble prodigio en una página interesantísima que yo entresaco de su libro admirable Bajo el sol ardiente de Ceilán.

Un día un joven adulto, seguidor del dios Siva, se presentó ante el misionero oblato para pedirle que lo admitiera en la religión católica. Se explicó como sigue:

Yo era peón de albañil. Una salpicadura de cal viva me quemó los ojos. En mi aflicción por quedarme ciego, me encomendé a todos los dioses hindúes, pero todo en vano. Una señora, muy hermosa, se manifestó entonces a los ojos de mi alma y me dijo: Vete a Madhu y hazte cristiano. Yo no sabía lo que era Madhu, y el ser cristiano no me preocupaba de saberlo. La señora volvió y me repitió: Vete a Madhu y hazte cristiano. Yo seguí impasible. Pero vino por tercera vez la señora y me dijo con fuerza: Vete a Madhu y hazte cristiano. Si no, estás perdido para siempre en este mundo y en el otro. Entonces tuve miedo. Me informé e hice que me llevaran a Madhu. Puse tierra en los ojos y recuperé perfectamente la vista. Ahora, padre, instrúyame y bautíceme.

Pasado cierto tiempo, el padre Collin se enteró que aquel joven andaba por malos caminos y lo llamó a orden:

– “¿Cómo es que ofendes gravemente a Dios, después de tantas promesas?"

– “No tengo nada de qué arrepentirme, padre. El swami (padre) que te suplió un momento me ha dicho que yo podía proceder así. Mi novia se negaba a abandonar el hinduismo para casarse conmigo. Era la condición que yo le había propuesto. Entonces le pregunté al joven swami si ella podría igualmente cocerme el arroz. Él me respondió: Sí, ella puede cocerte el arroz. Así que, ¿por qué me regañas tú?

– “¡Desgraciado! ¿No te das cuenta de que ese joven swami no conoce todavía los giros de vuestra lengua? Él creía que se trataba tan sólo de preparar tu comida. Si hubiera sabido que cocer el arroz quería decir convivir con ella como si estuvierais casados, no te lo hubiera permitido en absoluto. Deja lo antes posible a esa criatura y vuelve a tu deber. Si no lo haces, la Virgen María podría arrepentirse de haberte curado y te lo hará saber”.

Santiago –ése era el nombre que había escogido al bautizarse- prometió pero no cumplió. La amenaza del sacerdote se cumplió: volvió a quedarse ciego. Pero volvió a Madhu, se confesó, reiteró sus propósitos con sinceridad, volvió a poner sobre sus ojos la tierra milagrosa y se le devolvió la vista. Veinte años más tarde, el padre Collin encontró a Santiago. No se había casado, porque la joven hinduista, la única que él quería, se obstinó en su paganismo; pero él vivía, efectivamente, como un buen cristiano.

André DORVAL, OMI