Por María comenzó la salvación del mundo, y por María debe completarse. María apenas apareció en la primera venida de Jesucristo, para que los hombres, todavía incultos e ilustrados sobre la Persona de su Hijo, no se apartaran de la verdad y se encariñaran intensa y groseramente con ella a causa de los maravillosos encantos que el Altísimo le había concedido, incluso exteriormente.
Esto es tan cierto que San Dionisio Areopagita escribe que, cuando la vio, la habría tomado por una divinidad a causa de sus secretos encantos y de su incomparable belleza, si su fe, en la que estaba bien confirmado, no le hubiera enseñado lo contrario.
Pero en la segunda venida de Jesucristo, María debe ser conocida y revelada por el Espíritu Santo, para que Jesucristo sea conocido, amado y servido a través de Ella, pues ya no existirán las razones que le llevaron a ocultar a su Esposa durante su vida y a no revelarla hasta muy poco después de la predicación del Evangelio.
Por eso, Dios quiere revelar y manifestar a María, la obra maestra de sus manos, en estos últimos tiempos.
Porque, en su profunda humildad, se escondió en este mundo y se colocó más abajo que el polvo, habiendo obtenido de Dios y de sus Apóstoles y Evangelistas que no se la diera a conocer.
Porque siendo ella la obra maestra de las manos de Dios, tanto en nuestro mundo por la gracia como en el cielo por la gloria, por medio de ella quiere ser glorificado y alabado en la tierra por los vivos.
Puesto que ella es la aurora que precede y descubre al Sol de Justicia, que es Jesucristo, debe ser conocida y vista para que también Jesucristo sea conocido y visto.
Ella es el camino por el que Jesucristo vino a nosotros la primera vez, y lo seguirá siendo cuando venga la segunda, aunque de otra manera.
Puesto que Ella es el medio seguro y el camino recto e inmaculado para ir a Jesucristo y encontrarlo perfectamente, por Ella deben encontrarlo las almas buenas llamadas a resplandecer en santidad. Quien encuentra a María, encuentra la vida. Pero no puede encontrar a María quien no la busca; no puede buscarla quien no la conoce: porque no se busca ni se desea un objeto desconocido. Por tanto, María debe ser más conocida que nunca, para mayor conocimiento y gloria de la Santísima Trinidad.
María debe resplandecer más que nunca en misericordia, fuerza y gracia en estos últimos tiempos. En misericordia, para hacer volver y acoger amorosamente a los pobres pecadores y extraviados que se convertirán y volverán a la Iglesia católica. En fuerza contra los enemigos de Dios, los idólatras, los cismáticos, los mahometanos, los judíos y los impíos, que se rebelarán terriblemente para seducir y abatir, con promesas y amenazas, a todos los que se les opongan. Por último, debe resplandecer con gracia para animar y sostener a los valientes soldados y fieles servidores de Jesucristo, que lucharán por sus intereses.
Por último, María debe ser tan terrible para el demonio y sus secuaces como un ejército en orden de batalla, especialmente en estos últimos tiempos, porque el demonio, sabiendo muy bien que tiene poco tiempo, y mucho menos que nunca, para perder almas, redobla cada día sus esfuerzos y sus batallas. Pronto suscitará crueles persecuciones y tenderá terribles trampas a los siervos fieles y a los verdaderos hijos de María, que le dan más trabajo ganar que a los demás.
El poder de María sobre todos los demonios resplandecerá particularmente en los últimos tiempos, en los que Satanás tenderá trampas a sus talones, es decir, a sus humildes esclavos y a sus pobres hijos, que Ella suscitará para que le hagan la guerra.
Serán pequeños y pobres según el mundo, y rebajados ante todos como un calcañar, pisoteados y perseguidos como lo es un calcañar en relación con los demás miembros del cuerpo. Pero, a cambio, serán ricas en la gracia de Dios, que María les distribuirá abundantemente; grandes y sobresalientes en santidad ante Dios, superiores a toda criatura por su celo ardiente, y tan fuertemente sostenidas por la ayuda divina que, con la humildad de su talón y en unión con María, aplastarán la cabeza del demonio y harán triunfar a Jesucristo.
Por último, Dios quiere que su Santa Madre sea hoy más conocida, amada y honrada que nunca. Esto sucederá, sin duda, si los predestinados entran, con la gracia y la luz del Espíritu Santo, en la práctica interior y perfecta que les revelaré a continuación.
Entonces verán a esta hermosa Estrella del Mar tan claramente como su fe se lo permita, y llegarán a puerto seguro, a pesar de las tormentas y los piratas, siguiendo su conducta. Conocerán la grandeza de esta Soberana y se consagrarán enteramente a su servicio como sus súbditos y esclavos de amor. Saborearán su dulzura y su bondad maternal, y la amarán entrañablemente como a sus hijos predilectos. Conocerán las misericordias de que está llena y sentirán la necesidad de su ayuda, y acudirán a ella en todas las cosas como a su amada Abogada y Mediadora con Jesucristo. Sabrán que ella es el camino más seguro, más fácil, más corto y más perfecto para llegar a Jesucristo, y se entregarán a ella en cuerpo y alma, sin límite, para pertenecer del mismo modo a Jesucristo.
Por último, sabemos que serán verdaderos discípulos de Jesucristo, que seguirán las huellas de su pobreza, humildad, desprecio del mundo y caridad, enseñando el camino estrecho de Dios en pura verdad, según el Santo Evangelio, y no según las máximas del mundo, sin afligirse ni tener respeto a nadie, sin perdonar, escuchar ni temer a ningún mortal, por poderoso que sea.
Tendrán en la boca la espada de dos filos de la Palabra de Dios; llevarán sobre los hombros el estandarte ensangrentado de la Cruz, el crucifijo en la mano derecha, el rosario en la izquierda, los santos nombres de Jesús y de María en el corazón, y la modestia y mortificación de Jesucristo en toda su conducta.
Estos son los grandes hombres que vendrán, pero que María suscitará por orden del Altísimo, para extender su imperio sobre el de los impíos, idólatras y mahometanos.
Pero, ¿cuándo y cómo sucederá esto?
Sólo Dios lo sabe. A nosotros nos toca callar, rezar, suspirar y esperar: "He esperado firmemente en el Señor" (Sal 39,2).
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