sábado, 18 de enero de 2025

Meditando el Rosario: Tercer misterio gozoso: El nacimiento de Jesús


Del sitio Corazones Sagrados:

José piensa más bien en la urgencia de encontrar un lugar donde ampararse, y acelera el paso. Puerta por puerta lo solicita... Nada. Todo lleno. Llegan a la posada... Está llena, incluso con gente prácticamente al raso bajo el rústico pórtico que rodea el vasto patio interior.

José deja a María montada en su burrito, dentro del patio, y sale para buscar en las otras casas. Vuelve desconsolado. No hay ningún sitio. El rápido crepúsculo invernal comienza a extender sus velos. José le suplica al posadero, suplica a los que han venido de fuera: ellos son hombres, y están sanos; aquí hay una mujer que está para dar a luz a un hijo; que tengan piedad... Nada.

Un rico fariseo, que los está mirando con desprecio manifiesto, cuando María se acerca, se separa como si hubiera sido una leprosa la que se hubiera acercado. José le mira, y se le enciende de indignación el rostro. María le pone una mano en su muñeca, para calmarlo y le dice:

- No insistas. Vamos. Dios proveerá,

Salen. Siguen el muro de la posada. Tuercen por una callejuela encajonada entre aquélla y unas casas pobres. Giran hacia la parte de atrás de la posada. Buscan. Hay una especie de grutas. Por lo bajas que son y lo húmedas que están, diría que más que establos son bodegas. Las más lindas ya están ocupadas. José siente caérsele el alma a los pies.

-¡Eh! ¡Galileo! - le grita por detrás un viejo - Allí, en el fondo, bajo aquellas ruinas, hay una guarida. Quizás todavía no se ha metido nadie.

Se apresuran hacia esa "guarida". Es realmente una guarida. Entre las ruinas de lo que sería un edificio, hay una abertura; dentro, una gruta, más que una gruta una cavidad excavada en el monte.

Diríase que son los cimientos de la antigua construcción, cuyos restos derrumbados, apuntalados con troncos de árbol casi sin desbastar, hacen de techo.

Para ver mejor, puesto que hay poquísima luz, José trae yesca y piedra de chispa, y enciende una lamparita que ha sacado del talego que lleva cruzado al pecho. Entra. Un mugido le saluda.

- Ven, María; está vacía, sólo hay un buey - José sonríe - ¡Mejor que nada...!.

María baja del burrito y entra.

José ha colgado la lamparita de un clavo que está hincado en uno de los troncos de sostén. Se ve la techumbre llena de telas de araña, y pajas esparcidas por todo el suelo (que es de tierra batida y su superficie es completamente irregular; con hoyos, guijarros, detritos y excrementos). En la parte del fondo, un buey, con heno colgándole de la boca, se vuelve y mira con ojos tranquilos. Hay un tosco taburete y dos piedras en un ángulo ennegrecido — señal de que en ese lugar se enciende fuego — que está junto a una tronera.

María se acerca al buey. Tiene frío. Le pone las manos sobre el cuello para sentir su calorcillo. El buey muge; se deja. Parece como si hubiera comprendido. Se deja también cuando José lo separa un poco para coger abundante heno del pesebre para hacerle a María una yacija—el pesebre es doble: está el en que come el buey, y, encima, una especie de estante con heno de reserva; éste es el que coge José. Y le hace sitio al burrito, que, cansado y hambriento, enseguida se pone a comer.

José encuentra también un cubo volcado y todo abollado. Sale — porque fuera había visto un regato — y vuelve con agua para el borriquillo. Luego se hace con un haz de ramajes que estaba en un rincón y trata de barrer un poco el suelo. Después extiende el heno, hace con él una yacija, junto al buey, en el ángulo más seco y resguardado; pero siente que este mísero heno está húmedo, y suspira. Enciende el fuego y, con una paciencia de cartujo, lo seca a manojos cerca del calor.

María, sentada en el taburete, cansada, mira sonriente. Ya está. María se dispone mejor sobre el mullido heno, con los hombros apoyados en un tronco. José termina de... aparejar la estancia extendiendo su manto como si fuera una cortina en la apertura que hace de puerta. Una protección muy relativa. Luego le ofrece a la Virgen pan y queso, y le da a beber agua de un
boto.

- Duerme ahora - le dice - Yo velaré, para que la lumbre no se apague. Menos mal que hay leña. Esperemos que dure y que arda. Así podré ahorrar aceite de la lámpara.

María se echa obedientemente. José, con la manta que tenía en los pies y con el manto de la misma María, la tapa.

-¿Y tú?... Vas a pasar frío.

- No, María. Estoy junto al fuego. Trata de descansar. Mañana irá mejor.

María cierra los ojos sin insistir más. José se pone en su rinconcillo, sentado en el taburete, con unas — pocas — ramillas secas al lado; no creo que duren mucho.

Están colocados así: María a la derecha, dando la espalda a la... puerta, semioculta por el tronco y por el cuerpo del buey, que está recostado ahora en la cama de paja; José a la izquierda y de cara a la puerta, en diagonal por tanto; estando frente al fuego, da la espalda a María, pero, de vez en cuando, se vuelve a mirarla, y la ve tranquila, como si durmiera. Rompe lentamente sus ramitas, y las va echando, una a una, en el débil fuego para que no se apague, para que dé luz, para que la poca leña dure. La única luz, ora más viva, ora mortecina, es la del fuego; la lámpara está ya apagada; en la penumbra resalta sólo el blancor del buey y del rostro y manos de José. Todo el resto es una masa que se confunde en la penumbra densa.

- No hay dictado - dice María - La visión habla por sí sola. Tarea vuestra es entender la lección de caridad, humildad y pureza que de ella emana.

El fueguecillo se adormila junto con su guardián. María levanta lentamente la cabeza de su yacija y mira. Ve que José tiene la cabeza reclinada sobre el pecho como si estuviera meditando... será — piensa — que el cansancio ha sobrepujado su buena voluntad de permanecer despierto, y sonríe bondadosa; luego, con menos ruido del que puede hacer una mariposa posándose en una rosa, se sienta, para después arrodillarse. Ora con una sonrisa beatífica en su rostro. Ora con los brazos extendidos casi en cruz, con las palmas hacia arriba y hacia adelante... y no parece cansarse de esa posición molesta. Luego se postra con el rostro contra el heno, adentrándose aún más en su oración; y la oración es larga.

José sale bruscamente de su sueño; ve mortecino el fuego y casi oscuro el establo. Echa un puñado de tamujo muy fino. La llama vuelve a chispear. Y va añadiendo ramitas cada vez más gruesas; en efecto, el frío debe ser punzante, el frío de esa noche invernal, serena, que penetra por todas las partes de esas ruinas. El pobre José, estando como está cerca de la puerta —
llamemos así a la abertura a la que hace de cortina su manto —, debe estar congelado. Acerca las manos a la llama, se quita las sandalias, acerca también los pies; así se calienta. Luego, cuando el fuego ha adquirido ya viveza y su luz es segura, se vuelve; no ve nada, ni siquiera la blancura del velo de María que antes dibujaba una línea clara sobre el heno oscuro. Se pone en pie y se acerca despacio a la yacija.

-¿No duermes, María? - pregunta.

Lo pregunta tres veces, hasta que Ella torna en sí y responde: - Estoy orando.

 -¿No necesitas nada?

 - No, José.

- Trata de dormir un poco, de descansar al menos.

- Lo intentaré, pero la oración no me cansa.

- Hasta luego, María.

- Hasta luego, José.

 María vuelve a su posición de antes. José, para no ceder otra vez al sueño, se pone de rodillas junto al fuego, y ora. Ora con las manos unidas en el rostro; de vez en cuando las separa para alimentar el fuego, y luego vuelve a su ferviente oración. Menos el ruido del crepitar de la leña y el del asno, que de tanto en tanto pega con una pezuña en el suelo, no se oye nada.

Un inicio de luna se insinúa a través de una grieta de la techumbre. Parece un filo de incorpórea plata que buscase a María. Se alarga a medida que la Luna va elevándose en el cielo y, por fin, la alcanza. Ya está sobre la cabeza de la orante, nimbándosela de candor.

María levanta la cabeza como por una llamada celeste y se yergue hasta quedar de nuevo de rodillas. ¡Oh, qué hermoso es este momento! Ella levanta la cabeza, que parece resplandecer bajo la luz blanca de la Luna, y una sonrisa no humana la transfigura. ¿Qué ve? ¿Qué oye? ¿Qué siente? Sólo Ella podría decir lo que vio, oyó y sintió en la hora fúlgida de su Maternidad. Yo sólo veo que en torno a Ella la luz aumenta, aumenta, aumenta; parece descender del Cielo, parece provenir de las pobres cosas que están a su alrededor, parece, sobre todo, que proviene de Ella.

Su vestido, azul oscuro, parece ahora de un delicado celeste de miosota; sus manos, su rostro, parecen volverse azulinas, como los de uno que estuviera puesto en el foco de un inmenso zafiro pálido. Este color, que me recuerda, a pesar de ser más tenue, el que veo en las visiones del santo Paraíso, y también el que vi en la visión de la venida de los Magos, se va extendiendo progresivamente sobre las cosas, y las viste, las purifica, las hace espléndidas.

El cuerpo de María despide cada vez más luz, absorbe la de la luna, parece como si Ella atrajera hacia sí la que le puede venir del Cielo. Ahora ya es Ella la Depositaría de la Luz, la que debe dar esta Luz al mundo. Y esta beatífica, incontenible, inmensurable, eterna, divina Luz que de un momento a otro va a ser dada, se anuncia con una alba, un lucero de la mañana, un coro de átomos de luz que aumenta, aumenta como una marea, sube, sube como incienso, baja como una riada, se extiende como un velo...

La techumbre, llena de grietas, de telas de araña, de cascotes que sobresalen y están en equilibrio por un milagro de estática, esa techumbre negra, ahumada, repelente, parece la bóveda de una sala regia. Los pedruscos son bloques de plata; las grietas, reflejos de ópalo; las telas de araña, preciosísimos baldaquinos engastados de plata y diamantes. Un voluminoso lagarto, aletargado entre dos bloques de piedra, parece un collar de esmeraldas olvidado allí por una reina; y un racimo de murciélagos en letargo, una lámpara de ónice de gran valor. Ya no es hierba el heno que cuelga del pesebre más alto, es una multitud de hilos de plata pura que oscilan temblorosos en el aire con la gracia de una cabellera suelta.

La madera oscura del pesebre de abajo parece un bloque de plata bruñida. Las paredes están recubiertas de un brocado en que el recamo perlino del relieve oculta el candor de la seda. Y el suelo... ¿Qué es ahora el suelo? Es un cristal encendido por una luz blanca; los salientes parecen rosas de luz arrojadas al suelo como obsequio; los hoyos, cálices valiosos de cuyo interior ascenderían aromas y perfumes.

La luz aumenta cada vez más. El ojo no la resiste. En ella desaparece, como absorbida por una cortina de incandescencia, la Virgen... y emerge la Madre.

El Evangelio como me ha sido revelado
VolumenPrimero

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