Del sitio Aleteia:
La Virgen María fue designada como Madre nuestra por el mismo Jesús, por eso el católico sabe que su protección le acompaña todos los días de su vida.
Sabemos que el Señor Jesús quiso venir al mundo como todos los hombres, por eso tuvo una madre: la santísima Virgen María. Y, por el Evangelio de san Juan, sabemos que fue su deseo dejarla como Madre de la Iglesia, cuando la encomendó a su discípulo amado: "Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien el amaba, Jesús le dijo: 'Mujer, aquí tienes a tu hijo'. Luego dijo al discípulo: 'Aquí tienes a tu madre'. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa".
Así lo entendieron los primeros cristianos, pero fue a partir de la Reforma protestante que el culto a María comenzó a perderse entre los hermanos separados de la Iglesia católica, al punto de tachar su veneración como idolatría.
Sin embargo, los santos de todos los tiempos han salido en su defensa porque, como lo aseguró san Luis María Grignon de Montfort en su El Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen: "A quien Dios quiere hacer muy santo lo hace devoto de la Virgen María".
El testimonio de los santos -independientemente de si tuvieron revelaciones personales de la santísima Virgen o no- es su inmenso amor María. Por eso, los católicos podemos presumir, si es válido decirlo de esta manera, de que tenemos una hermosa Madre que nos ama y nos cuida en el cielo.
Las numerosas apariciones de la Virgen en todo el mundo siempre llevan el mismo mensaje: encomiar al Señor Jesús e invitarnos a hacer su voluntad, tal cual lo pidió Ella en las bodas de Caná.
Es la Virgen santísima en todas sus advocaciones: Guadalupe, Fátima, Lourdes, Carmen, Pilar, Akita, Inmaculada Concepción y todos los lugares donde se ha manifestado, quien continúa con su misión: anunciar al mundo que su Hijo nos ama y desea nuestra conversión para salvarnos e ir al cielo.
Por eso, el buen católico entiende que tiene una Madre celestial a quien puede recurrir en sus necesidades y aflicciones, con la certeza de que nunca será defraudado, confiando en las palabras de Santa María de Guadalupe: "No tengas miedo, ¿acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre?"
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