La Virgen está postrada con el rostro en tierra. Parece un pobre ser abatido. Parece esa flor de que ha hablado, esa flor muerta a causa de la sed.
La ventana cerrada se abre bruscamente, y, bajo el primer rayo del sol, entra Jesús. María, que se estremeció con el ruido y que levanta la cabeza para ver qué ráfaga de viento ha abierto las hojas de la ventana, ve a su radiante Hijo: hermoso, infinitamente más hermoso que cuando todavía no había padecido la Pasión; sonriente, vivo, más luminoso que el sol, vestido con un blanco que parece luz tejida. Y se le ve avanzar hacia Ella.
María se endereza sobre sus rodillas y juntando sus manos sobre el pecho, en cruz, habla con un sollozo que es risa y llanto: “Señor, Dios mío”. Y se queda extasiada al contemplarle. Las lágrimas que bañaban su rostro se detienen. Su rostro se hace sereno, tranquilo con la sonrisa y el éxtasis.
Pero Jesús no quiere ver a su Madre de rodillas como una sierva. Y la llama tendiéndole las Manos, de cuyas llagas salen rayos que hacen más luminoso su Cuerpo glorioso: “¡Madre!”. Y no es esa palabra afligida de las conversaciones y despedidas anteriores a la Pasión, ni el lamento desgarrado del encuentro en el Calvario y de su último suspiro. Es un grito de triunfo, de alegría, de victoria, de liberación, de fiesta de amor, de gratitud. Y se inclina hacia su Madre, que no se atreve a tocarle, y le pone sus Manos bajo los codos doblados, la pone de pie, la estrecha contra su corazón y la besa. ¡Oh!, entonces comprende María que no es una visión, que es realmente su Hijo resucitado; que es su Jesús, su Hijo quien la sigue amando como Hijo.
Y con un grito se le echa al cuello, le abraza, le besa, entre lágrimas y sonrisas. Le besa en la Frente donde no hay más heridas; en la Cabeza que no está despeinada, ni ensangrentada; en los brillantes Ojos, en las Mejillas sanas, en la Boca que no está hinchada. Luego le toma sus Manos, besa los dorsos y las palmas, en las radiosas heridas. Y, con un impulso repentino, se agacha a sus Pies, retira el vestido resplandeciente que los cubre, y los besa.
Luego se pone de pie, le mira, pero no se atreve a hacer más… Pero Él comprende y sonríe. Entreabre su vestido, muestra el pecho y pregunta: “¿Y esta llaga, Mamá, no la besas; ésta que tanto te ha hecho sufrir y que solo tú eres digna de besar? Bésame en el Corazón, Madre. Tu beso me borrará el último recuerdo de todo lo que significa dolor, y me dará ese gozo que todavía le falta aún a mi Gozo de Resucitado”.
Y toma entre sus manos el rostro de la Virgen, apoya los labios de Ella en la herida del Costado, del que manan chorros de vivísima luz. El rostro de María, sumergido en ese torrente de rayos, aparece aureolado por esa luz. Besa una y otra vez la herida, mientras Jesús acaricia a Ella. No se cansa de besar. Parece un sediento que bebe de un manantial y del manantial esté bebiendo esa vida que se le escapaba.
Ahora Jesús habla: “Ha terminado todo, Madre. Ahora no tienes más por qué llorar a tu Hijo. La prueba ha acabado. La Redención se ha realizado. Madre, gracias por haberme concebido, alimentado, ayudado en la vida y en la muerte. Tus plegarias llegaron hasta Mí. Fueron mi fuerza en el dolor, mis compañeras en mi viaje por la Tierra y más allá de esta Tierra. Conmigo fueron a la Cruz y al Limbo. Eran el incienso que precedía al Pontífice que fue a llamar a sus siervos para llevarlos al templo que no muere: a mi Cielo. Tus oraciones han venido conmigo al Paraíso, precediendo como voz angélica al cortejo de los redimidos a cuya cabeza iba Yo, para que los ángeles estuviesen preparados para saludarme como al Vencedor que volvía a su Reino. El Padre y el Espíritu las han oído y visto, y han sonreído como a la flor más hermosa, pues fueron más melodiosas que el más dulce cántico nacido en el Paraíso. Las han oído los Patriarcas y los nuevos Santos, los nuevos, primeros, ciudadanos de mi Jerusalén".
"Y Yo te traigo ahora su agradecimiento, y al mismo tiempo, Madre, el beso y bendición de tus padres y su bendición, y la de tu esposo de alma, José. Todo el Cielo canta sus hosannas para ti, Madre mía, ¡Madre santa! Un hosanna que no muere, que no es falso como el que hace pocos días la gente entonó para Mí".
"Ahora me voy al Padre con mi figura humana. El Paraíso debe ver al Vencedor en su vestido de Hombre con el que vencí al Pecado del hombre. Pero luego volveré otra vez. Debo confirmar en la Fe a quien aún no cree y que tiene necesidad de creer para llevar a otros a creer; debo fortificar a los pusilánimes que tendrán necesidad de mucha fortaleza para resistir el ataque del mundo. Luego subiré al Cielo. Pero no te dejaré sola. Madre, ¿ves ese Velo? Aun en mi aniquilamiento, quise mostrarte una vez mi poder con un milagro, para darte ese consuelo”.
Jesús: “Y ahora realizo otro milagro. Tú me tendrás, en el Sacramento, real como cuando me llevabas en tu seno. No estarás jamás sola. En estos días lo has estado. Este dolor tuyo era necesario para mi Redención. Mucho se le irá añadiendo continuamente a la Redención, porque mucho seguirá aumentando el Pecado. Llamaré a todos mis siervos para que coparticipen de esta Redención. Tú eres la que sola harás más que todos los santos juntos. Por esto era necesario también este largo abandono. A partir de ahora, ya no. Ya no estoy separado del Padre. Tú ya no estarás separada de tu Hijo. Y al tener al Hijo, tienes nuestra Trinidad. Tú, Cielo viviente, llevarás sobre la Tierra a la Trinidad entre los hombres; santificarás a la Iglesia, tú, Reina del sacerdocio y Madre de los que creerán en Mí. Luego vendré a llevarte. No estaré más en ti, sino tú en Mí, en mi Reino, para que hagas más bello mi Paraíso".
"Ahora me voy, Madre. Voy a hacer feliz a la otra María (Magdalena). Luego subiré a donde mi Padre, y de ahí vendré a ver a quien no cree. Madre, dame tu beso por bendición. Mi paz te acompañe. Hasta pronto”.
Y Jesús desaparece en el sol que baja a torrentes del cielo matinal y tranquilo.
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