Jesús dijo un día a san Serafín de Sarov (1754-1833): “Adquiere la paz interior y las almas, por miles, encontrarán contigo la salvación”. Ermitaño durante unos diez años, Serafín revivió la vida de Jesús, pasando la mayor parte de sus noches en oración, de pie sobre una roca. Hizo un largo y difícil camino espiritual, donde se mezclaron las apariciones de la Virgen María y las persecuciones demoníacas.
Dejado inconsciente por unos borrachos, fue tratado en su convento y curado, pero desde entonces caminaba encorvado. Un abad, celoso de su fama, lo encarceló en su celda, pero fue liberado por la Virgen María el 25 de noviembre de 1825. La gente acudía de todas partes para escuchar sus consejos.
Al regresar al monasterio, enfermo, Serafín pidió reclusión en una pequeña celda, un universo cuyo único rayo de luz será el del icono de la Madre de Dios iluminado por una vela. Se dice que un día una monja vio entrar a su celda a la Madre de Dios y que esta estuvo conversando con él. A partir de entonces, finalmente abrió la puerta de su celda para “derramar sobre los demás” la luz que iluminaba su espíritu. Su vida, “misteriosa y oculta en Dios hasta entonces”, resurge en un gran grito de amor por la humanidad. Sacerdotes, religiosos, religiosas, emperadores, todos llegaron a postrarse ante el santo starets, este “ángel terrenal” que llamaba a cada uno de sus visitantes “mi alegría”. Todos acudieron a buscar la salud del cuerpo y la luz para su alma.
Serafín fundó varios monasterios y compuso una regla de oraciones diarias. “La meta de la vida cristiana es la adquisición del Espíritu Santo de Dios. Y esta gracia se concede a todos aquellos que practican la oración de corazón y emprenden, en nombre de Cristo, acciones de amor”. “El poder de la oración es prodigioso porque, más fuerte que todo lo que existe, es lo que hace descender al Espíritu Santo” (san Serafín de Sarov).
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