No debe haber duda de que la Santísima Madre y Virgen María, de corazón viril y con la mayor y constante determinación, quiso entregar a su Hijo para la salvación del género humano, a fin de que la Madre fuera en todo conforme al Padre.
Y en esto, lo que más debe ser alabado y apreciado, es que aceptó que su Hijo único fuera sacrificado por la salvación de los hombres.
Y, sin embargo, era tan compasiva que con mucho gusto, si hubiera sido posible, habría tomado sobre sí todos los tormentos que su Hijo estaba soportando. ¡Ciertamente, entonces, fue fuerte y tierna, dulce y rigurosa a la vez, avara para consigo misma y pródiga para con nosotros!
Es Ella, pues, la que debe ser amada y reverenciada sobre todas las cosas, después de la Trinidad Suprema y de su Hijo santísimo, Nuestro Señor Jesucristo, de quien ningún lenguaje puede llegar a expresar el misterio divino...
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