Adaptado del sitio
Reina del Cielo:
Un naciente rosicler de aurora en Oriente. Jesús pasea con su Madre
por los escalones de la ladera del Getsemaní. No median palabras, sólo
miradas de inefable amor. Quizás ya han sido dichas las palabras, quizás
no; han hablado las dos almas: la de Cristo y la de la Madre de Cristo.
Ahora lo que hay es contemplación de amor, recíproca contemplación; la
conoce la naturaleza asperjada de rocío, y la pura luz matutina; la
conocen esas delicadas criaturas de Dios que son las hierbas y las
flores, los pájaros y las mariposas. Los hombres están ausentes.
Yo incluso me siento como incómoda de estar presente en esta despedida.
"¡Señor, no soy digna!" exclamo entre las lágrimas que me caen, mirando
la última hora de unión terrena entre la Madre y el Hijo, y pensando
que hemos llegado al final de la amorosa fatiga, tanto Jesús como María
como el pequeño, indigno niño que Jesús ha querido que fuera testigo de
todo el tiempo mesiánico y que se llama María (aunque a Jesús le gusta
llamarla “el pequeño Juan”, o también “la violeta de la Cruz”).
Sí. Pequeño Juan (María Valtorta). Pequeño, porque no soy nada. Juan,
porque soy verdaderamente aquella a quien Dios ha conferido grandes
gracias, y porque, en medida infinitesimal -pero es todo lo que poseo,
y, dando todo lo que poseo sé que doy en la medida perfecta que
satisface a Jesús, porque es el “todo” de mi nada-, en medida
infinitesimal, yo, como el gran Juan predilecto, he dado todo mi amor a
Jesús y a María, compartiendo con ellos lágrimas y sonrisas,
siguiéndolos angustiada de verlos afligidos y de no poder defenderlos
del livor del mundo a costa de mi propia vida, palpitando ahora mi
corazón al ritmo de los suyos por lo que termina para siempre…
Violeta. Sí. Una violeta que ha tratado de estar escondida entre la
hierba para que Jesús no la esquivara -Él que amaba todas las cosas
creadas por ser obra del Padre suyo-, sino que la calcara con su pie
divino, y yo pudiera morir emanando mi tenue perfume en el esfuerzo de
suavizarle el contacto con la tierra áspera y dura. Violeta de la Cruz,
sí. Y su Sangre ha llenado mi cáliz hasta hacerlo plegarse y tocar el
suelo…
... La aurora ha surgido completamente. Ya el sol está alto y los
apóstoles hacen oír sus voces. Es una señal para Jesús y María. Se
paran. Se miran, el Uno enfrente de la Otra, y luego Jesús abre los
brazos y recibe en su pecho a su Madre… ¡Oh, vaya que si era un Hombre,
un Hijo de Mujer! ¡Para creerlo basta mirar este adiós! El amor rebosa
en una lluvia de besos a su Madre amadísima. El amor cubre de besos al
Hijo amadísimo. Parece que no puedan separarse. Cuando ya parece que
vayan a hacerlo, otro abrazo los une de nuevo, y, entre los besos,
palabras de recíproca bendición… ¡Oh, verdaderamente es el Hijo del
Hombre despidiéndose de la Mujer que lo generó! ¡Verdaderamente es la
Madre que da el adiós -para restituirlo al Padre- a su Hijo, la Prenda
del Amor a la Purísima!… ¡Dios besando a la Madre de Dios!…
En fin, la Mujer, como criatura, se arrodilla a los pies de su Dios,
que es, de todas formas, su Hijo; y el Hijo, que es Dios, impone las
manos sobre la cabeza de la Madre Virgen, de la eterna Amada, y la
bendice en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y luego
se inclina y la alza; en fin, deposita un último beso en la blanca
frente como pétalo de azucena bajo el oro de los cabellos (¡tan
juveniles todavía!)…
Regresan hacia la casa, y ninguno, viendo con qué serenidad caminan
el Uno al lado de la Otra, pensaría en la onda de amor que poco antes
los ha desbordado. ¡Pero qué diferencia también, en este adiós, respecto
a la tristeza de otras despedidas ya superadas, y respecto a la
desgarradora congoja del adiós de la Madre a su Hijo al que habían dado
muerte y había que dejarlo solo en el Sepulcro!… En esta despedida
-aunque los ojos brillen con ese llanto que es natural en quien está
para separarse de su Amado- los labios sonríen con la alegría de saber
que este Amado va a la Morada que en razón de su Gloria le corresponde…
-"¡Señor! Fuera están, entre el monte y Betania, todos los que, como habías dicho a tu Madre, querías bendecir hoy" -dice Pedro.
-"Bien. Ahora vamos donde ellos. Pero antes venid. Quiero compartir con vosotros una vez más el pan".
Entran en la habitación donde diez días antes estaban las mujeres para la cena del decimocuarto día del mes.
María acompaña a Jesús hasta allí; luego se retira. Se quedan Jesús y
los once. En la mesa hay carne asada, pequeños quesos y aceitunas
pequeñas y negras, un ánfora de vino y otra, más grande, de agua, y
panes anchos. Una mesa sencilla, no aparejada para una ceremonia de
lujo, sino sólo por la necesidad de nutrirse. Jesús ofrece y divide.
Está en el centro, entre Pedro y Santiago de Alfeo. Los ha llamado Él a
estos lugares. Juan, Judas de Alfeo y Santiago están frente a Él; Tomás,
Felipe y Mateo, a un lado; Andrés, Bartolomé y el Zelote, al otro lado.
Así, todos pueden ver a su Jesús… Una comida de breve duración, y
silenciosa. Los apóstoles, llegado el último día de cercanía de Jesús, y
a pesar de las sucesivas apariciones, colectivas o individuales, desde
la Resurrección, apariciones llenas de amor, no han perdido ni un
momento esa devotísima compostura que ha caracterizado sus encuentros
con Jesús Resucitado. La comida ha terminado. Jesús abre las manos por
encima de la mesa, con su gesto habitual ante un hecho ineluctable, y
dice: -"Bien… Ha llegado la hora en que debo dejaros para volver al Padre mío".
...Se pone en pie para abrazarlos. Todos hacen lo mismo. Pero, mientras
que Jesús tiene una sonrisa pacífica de una hermosura verdaderamente
divina, ellos lloran, llenos de turbación, y Juan, echándose sobre el
pecho de Jesús, en medio de los fuertes espasmos a causa de los sollozos
que le rompen el pecho de tan lacerantes como son, solicita, por todos,
intuyendo el deseo de todos: -"¡Danos al menos tu Pan! ¡Que nos fortalezca en este momento!"
-"¡Así sea!" – le responde Jesús.
Entonces
toma un pan, lo parte después de haberlo ofrecido y bendecido, y repite
las palabras rituales. Y lo mismo hace con el vino, repitiendo después: "-Haced esto en memoria mía" –añadiendo: "-De
mí que os he dejado esta arra de mi amor para seguir estando y estar
siempre con vosotros hasta que vosotros estéis conmigo en él".
Los bendice y dice: -"Y ahora vamos".
Salen de la habitación, de la casa…
Jonás, María y Marcos están afuera. Se arrodillan y adoran a Jesús.
-"La paz permanezca con vosotros, y el Señor os compense de todo lo que me habéis dado" – dice Jesús bendiciéndolos al pasar.
Marcos se alza y dice: "-Señor, los olivares que hay a lo largo del camino de Betania están llenos de discípulos que te esperan".
-"Ve a decirles que se dirijan al Campo de los Galileos.
Marcos se echa a correr con toda la velocidad de sus jóvenes piernas.
-"Entonces, han venido todos" – dicen entre sí los apóstoles.
Más allá, sentada entre Margziam y María Cleofás, está la Madre del Señor.
Y, viéndolo acercarse, se levanta, y lo adora con todo el impulso de su corazón de Madre y de fiel.
-"Ven,
Madre, y también tú, María…" – invita Jesús al verlas paradas,
paralizadas por la majestad que, resplandeciente, emana como en la
mañana de la Resurrección. Jesús no quiere apabullar con esta majestad
suya...
...Las caras de Lázaro y sus hermanas, en medio de todos los domésticos
de Betania, y la cara de Juana, semejante a una rosa bajo un velo de
lluvia, y las de Elisa y Nique, ya marcadas por la edad (y ahora las
arrugas se hacen más profundas a causa del dolor: dolor de cualquier
modo, para la criatura humana, aunque el alma se alegre por el triunfo
del Señor), y la cara de Anastática, y las caras de azucena de las
primeras vírgenes, y el ascético rostro de Isaac, y el inspirado de
Matías, y el rostro viril de Manahén, y los austeros de José y Nicodemo…
Caras, caras, caras…
Jesús llama a los pastores, a Lázaro, a José, a Nicodemo, a Manahén, a
Maximino y a los otros de los setenta y dos discípulos. Les dice que se
acerquen, pero quiere tener especialmente cerca a los pastores...
...Jesús, al llegar al principio del Campo de los
Galileos, despoblado de tiendas en este período situado entre las dos
fiestas, ordena a los discípulos: -"Detened a la gente donde está. Luego seguidme".
Sigue
subiendo, hasta el lugar más alto del monte, el lugar más próximo a
Betania, a la que domina -no a Jerusalén- desde arriba. Arrimados a Él,
su Madre, los apóstoles, Lázaro, los pastores y Margziam. Más allá, en
semicírculo, manteniendo a distancia a la muchedumbre de los fieles, los
otros discípulos.
Jesús está en pie sobre una ancha piedra un poco prominente y
albeante entre la hierba verde de un claro. El sol incide en Él,
haciendo blanquear, cual si fuera nieve, su túnica; relucir, cual si
fueran de oro, sus cabellos. Sus ojos centellean con luz divina.
Abre los brazos en ademán de abrazar: parece querer estrechar contra
su pecho a todas las multitudes de la Tierra, que su espíritu ve
representadas en esa muchedumbre.
Su inolvidable, inimitable voz da la última orden: -"¡Id! Id en mi Nombre, a evangelizar a las gentes hasta los extremos confines de la Tierra. Dios esté con vosotros. Que su amor os conforte, su luz os guíe, su paz more en vosotros hasta la vida eterna".
Se transfigura en belleza. ¡Hermoso! Tanto y más
hermoso que en el Tabor. Caen todos de rodillas, adorando. Él,
elevándose ya de la piedra en que se apoyaba, busca una vez más el
rostro de su Madre, y su sonrisa alcanza una potencia que nadie podrá
jamás representar… Es su último adiós a su Madre.
Sube, sube… El Sol, aún más libre para besarlo
-ahora que no hay frondas, ni siquiera sutiles, que intercepten el
camino de sus rayos-, incide con sus resplandores sobre el Dios-Hombre
que asciende con su Cuerpo santísimo al Cielo, y evidencia sus Llagas
gloriosas, que resplandecen como rubíes vivos. El resto es un perlado
sonreír de luces. Es verdaderamente la Luz que se manifiesta en lo que
es, en este último instante como en la noche natalicia. Centellea la
Creación con la luz del Cristo que asciende. Una luz que supera a la del
Sol. Una luz sobrehumana y beatísima. Una luz que desciende del Cielo
al encuentro de la Luz que asciende…
Y Jesucristo, el Verbo de Dios, desaparece para la vista de los hombres
en este océano de esplendores… En la tierra, dos únicos ruidos en el
silencio profundo de la muchedumbre extática: el grito de María cuando
El desaparece: "¡Jesús!", y el llanto de Isaac. Los demás están
enmudecidos por religioso estupor, y permanecen allí, como en espera de
algo, hasta que dos luces angélicas candidísimas, en forma mortal,
aparecen y dicen las palabras recogidas en el primer capítulo de los
Hechos Apostólicos: "-Hombres de Galilea, ¿por qué estáis mirando al Cielo?"
Este Jesús, que os ha sido ahora arrebatado y que ha sido elevado al
Cielo, su eterna morada, vendrá del Cielo, en su debido tiempo, tal y
como ahora se ha marchado.
María Valtorta
El Evangelio como me fue revelado