Del sitio
Pontificia Universidad Católica de Chile - Humanitas:
Los siete primeros años de su vida, los vive junto a los suyos en
calle Las Rosas, la casa patriarcal de su abuelo materno, un distinguido
abogado y rico hacendado, dueño de la Hacienda Chacabuco. Don Eulogio
llevaba una vida ejemplar que se exteriorizaba en sus rezos del rosario
varias veces al día y en la manera de tratar a los suyos, en especial a
los campesinos de Chacabuco, a quienes quería como hijos. Juanita, pese a
sus cortos años, percibe en él a un santo. Con él entendió el sentido
de las misiones en el campo y su preocupación de que sus servidores
recibieran los sacramentos. El abuelo sentía que él era el responsable
de acercarlos al Señor y de la salvación de sus almas. Solía acompañarlo
a las casas de los campesinos, verificando su coherencia entre lo que
decía y practicaba: se preocupaba de su bienestar, de la salud, de la
educación primaria de los niños; de unir por medio del sacramento del
matrimonio a las parejas y de entregar semillas e instrumentos para que
pudieran sembrar el par de hectáreas que a cada familia le había
asignado.
Juanita aprendió de su abuelo, por medio del ejemplo, la importancia
de vivir unida a Dios, pues de ahí nacían todas las virtudes: el
espíritu de servicio y entrega, al desvivirse por los más necesitados y
sobre todo salvar almas, acercándolas a los sacramentos, alejando a los
hombres de las cantinas, presentándoles otras sanas entretenciones.
Aprendió de él la alegría, la sana competencia, su pasión por cabalgar,
por el tenis y la natación. Por otro lado, conoció a varios sacerdotes
diocesanos y de diferentes congregaciones que iban a misionar a
Chacabuco o a visitar a su abuelo en la calle de Las Rosas para pedirle
donaciones con el fin de mantener dignamente el culto. Don Eulogio fue
un hombre de fortuna, pero vivía con austeridad.
Juanita en su diario escribe: “Jesús no quiso que naciera como Él,
pobre, nací en medio de las riquezas...”. Cierto, había nacido en una de
las mejores casas de Santiago. De su abuelo escribió, entre otras
cosas: “Se puede decir que era un santo pues todo el día se le veía
pasando las cuentas de su rosario”. Con Rebeca “hacíamos con mi abuelito
lo que queríamos y lo engañábamos con besos y caricias”. Su abuelo era
el patriarca, él disponía a qué colegio debían ir, pese a que doña
Lucía, su mamá, de fuerte carácter, a veces lo doblegaba.
Su primera gran pena fue su partida: “Su muerte fue la de un santo,
como lo fue su vida”. De ahí en adelante todo fue diferente. La
familia de Juanita Fernández Solar se cambió de casa independizándose de
los demás familiares. El freno y el apoyo de don Miguel había sido su
suegro, tanto para los negocios como para su vida matrimonial.
Juanita consigna en su diario que en ese tiempo empieza su devoción a
la Virgen. “Mi hermano Lucho me dio esta devoción, con la que he estado
y espero estaré hasta mi muerte”. Se puede apreciar cómo del dolor
va naciendo en ella el amor, cómo Jesús la va compensando y
regaloneando, pues en Él busca refugio. “Nuestro Señor desde aquí me
tomó de la mano con la Santísima Virgen”. Es así cómo se fue
suavizando, dominando su carácter iracundo, sus rabietas, su vanidad,
pues solían decirle que era la más linda de las hijas y primas. Juanita
tenía apenas 8 años cuando su papá pierde parte de su fortuna, debiendo
“vivir más modestamente”, lo contará sin tapujos en el colegio,
mientras sus hermanos trataban de ocultarlo.
Su preocupación y su anhelo es recibir a Jesús sacramentado. Para
ello se prepara en profundidad y sueña con ese día. Su madre la va
guiando en concordancia con el colegio. “El 11 de septiembre de 1910,
año del centenario de mi patria, año de felicidad y del recuerdo más
puro que tendré en toda mi vida... no es para describir lo que pasó en
mi alma con Jesús... sentía su querida voz. Jesús, yo te amo yo te
adoro... Le pedí por todos y a la Virgen la sentí muy cerca”.
Los problemas económicos se agudizan y nuevamente deben cambiarse a
un barrio menos elegante y a una casa más pequeña. Juanita lo toma con
naturalidad y hasta con alegría. Practica lo que aprendió de su abuelo y
lo que ve en su madre: la caridad en casa. Comenzando con los
empleados, todos antiguos, a quienes respeta, quiere, considera; hasta
los acompaña y sirve cuando se enferman.
A los 13 años se da cuenta de los problemas entre sus padres. Ella no
juzga ni toma partido, sí intenta ser un instrumento de unión, reza por
ellos y ofrece su vida para que “vuelva la paz a su hogar”. “Jesús me
fue enseñando cómo debía sufrir y no quejarme y de la unión íntima con
Él... Me dijo que me quería para Él, que quería que fuera carmelita...
Yo en ese tiempo no vivía en mí. Era Jesús el que vivía en mí... Todo lo
hacía con Jesús y por Jesús“.
Juanita crece en santidad, comienza a tener conciencia del espíritu
eclesial y de su misión corredentora de almas. Lo que se traduce en cómo
acerca al Señor a sus amigas, cómo se preocupa de que todos lo conozcan
para así amarlo y servirlo. Junto con esto, por su simpatía y la paz
que trasluce, Juanita es muy amistosa, alegre, bromista, toca el piano y
el armonio con asombrosa facilidad, tiene una bella voz, es bromista y
muy buena para reír.
Pese a ciertas limitaciones que tiene en las asignaturas de química y
física, con esfuerzo y voluntad logra buenas notas, destacándose entre
las mejores, sobresaliendo en literatura y filosofía y obteniendo
siempre los primeros premios en las competencias literarias. Además ha
crecido como mujer. Es alta, delgada, bella figura, bonita de rostro,
con una mirada pura color cielo. Ya tiene enamorados y esto a ella le
encanta. La vanidad será su eterna lucha. El espejo, su gran tentación.
El éxito entre sus amigas, requerida por todas, también será motivo para
doblegar el orgullo.
En casa los problemas se agudizan, en especial entre sus padres, por
las pésimas relaciones conyugales, sumados a los malos manejos en que
don Miguel pierde también las tierras heredadas de Melipilla. Miguel, el
poeta bohemio, el que se negó a entrar a la universidad, llega en
general de madrugada y en pésimo estado. A Juanita le duele la dureza de
su madre para con su hermano mayor; entre otras medidas da orden de
cerrar la cocina con tranca cuando no ha llegado. Nuestra santa,
pensando que un gesto de amor podría hacerlo cambiar y también pensando
en sus borracheras y en su estómago vacío, le deja a escondidas el
postre debajo de la cama y alguna golosina de la cual se ha privado.
Miguel sabe que es Juanita quien le ordena su ropaje, le guarda comida e
incluso le deja una lectura edificante en el velador. Él nunca le
agradeció ni le dirigió la palabra; seguro que motivado por el orgullo y
la vergüenza: ...“Sí, mi dolor es mío... no lo quiero entregar”,
escribirá en uno de sus poemas (Miguel Fernández Solar, Premio Municipal
1942. Poema Huerto de los Olivos. Campesinas, 1948, segunda edición).
Juanita tampoco se lo enrostra, se limita a acogerlo con cariño. En
silencio, en lo más secreto, rezaba por él y por su madre para que se
suavizara.
Por su parte, Lucho, su más querido hermano, le confesó con gran
orgullo que había llegado a la conclusión de que Jesucristo fue un
profeta muy sabio, cuyo origen no era divino. Juanita, en lugar de
convencerlo con sólidos argumentos, pues nada lograría, se limitó a
pedir por su conversión, siendo un fiel reflejo de Cristo.
Teresa de Jesús de Los Andes, en el mundo Juanita Fernández Solar
(1900 - 1920), claramente escuchaba que el Señor la llamaba al Carmelo. No fue una gracia tumbante, sino el fruto de su docilidad, de su
formación en el colegio, del ejemplo de su abuelo; es el fruto de una
constante búsqueda, luchas, humildad, lectura de la vida de Santa Teresa de Lisieux, la joven carmelita que presentó en sus escritos al Dios
Amor, y las ansias de imitarla, pero por sobre todo, el conocimiento
íntimo de Jesucristo en el Evangelio, oración de intimidad, misa diaria,
adoración, sacramentos, rezo del rosario, siendo su gran devoción y
modelo la Santísima Virgen.
Juanita era afectiva, le gustaba ser querida y regaloneada por su
familia y amistades. En los buenos momentos, cuando la vida le sonreía,
fue la regalona de todos. Sin embargo, los acontecimientos van de mal en
peor. Lucho, su querido hermano, quien le enseñó a rezar el rosario, se
ha declarado ateo. Miguel está más distante y rebelde. Lucita, la
hermana que sigue a Miguel, está de novia y poco la considera. Su mamá
pasa largas estadías en Viña del Mar en busca de cura para su hijo
menor, Ignacio, quien a causa de un accidente, tiene un serio problema
en una pierna. Rebeca, quien otrora fuera su inseparable hermana y
confidente, no toma en serio su ideal del Carmelo.
El ambiente hostil de su casa, unido a la dureza de su madre, curtida
de tantos problemas e infidelidades de su esposo, que se alejaba por
largas temporadas en los campos que administraba, no fue motivo de
amargura para nuestra santa, sino instrumento de santidad, por buscar lo
bueno en las personas, por ser servicial, por no juzgar, por buscar la
unidad. Juanita se desvive por todos, convirtiéndose en “el ángel
tutelar de la familia”, según palabras de Lucho. A la vez, Miguel en el
proceso de canonización dirá para sorpresa de todos: “no me fui de casa,
porque en ella vivía una santa”.
Cuando cumplió 15 años, sorpresivamente, su madre, doña Lucía, en el
segundo semestre toma la drástica decisión de cambiar a Juanita y a
Rebeca del Externado del Sagrado Corazón, a escasas cuadras de casa, al
Internado, lo que parece una locura. Simplemente lo hace, sin dar
explicaciones, para evitar que se dieran cuenta de los constantes roces
con don Miguel, su esposo, las pocas veces que llegaba a Santiago. Justo
ese año, 1915, doña Lucía vive momentos dolorosos que la hacen salir de
sí.
Juanita sufre lo indecible, pues pese a todo era muy apegada a los
suyos. No entiende cómo su madre las aparta, aunque internamente
sospecha el motivo. Se preocupa de reconfortar a Rebeca y de apoyarla en
su nueva vida. ¿Pero quién se preocupa de ella? ¿Quién la visita los
días que pueden recibir familiares en el salón del Internado, si gran
parte del invierno doña Lucía lo pasa en Viña del Mar con Ignacio? Solo
Ofelia Miranda, la fiel niñera, va a verlas llevándoles golosinas.
Cuatro años más tarde, ya en el Monasterio Carmelitas de Los Andes, la
primera visita que recibirá será la de Ofelia. Su padre, a quien adora,
no tendrá valor para ir a dejarla al convento, sólo la verá una vez para
su toma de hábito. Tampoco llegará en la antesala de su muerte.
“La vida en familia, para que sea vida de unión, ha de ser un
sacrificio continuado”. ¡Cómo lo sabía y lo vivía! Impresiona conocer
los detalles y delicadezas de esta joven que alternó su vida, hasta los
18 años de edad, entre el Internado del Sagrado Corazón y su hogar.
En el Internado, Juanita conoce a nuevas amigas. Su condición
aristocrática la inclina inconscientemente a tener más afinidad con las
jóvenes de la alta sociedad. Es lógico, todos se conocen por alguna
razón o ubican a sus hermanos o primos. Sin embargo, junto al alto vuelo
espiritual que está emprendiendo, comienza a acercarse a las alumnas
provincianas, a las desconocidas y a aquellas que no gozan de
popularidad. Al poco tiempo, se advierte un grupo unido: todas con
todas. Juanita no lo consigna en su diario, pero sí sus amigas lo
advierten.
Después de muchos vencimientos y superaciones, se ha transformado en
ejemplo para las alumnas y en la favorita de las monjas en el buen
sentido de la palabra. Como saben que su vocación es el Carmelo, la
quieren para su congregación y con mucha delicadeza comienzan a
persuadirla que debe ser religiosa educadora. Esto turbará a Juanita,
quien tenía muy claro que sería carmelita. Será motivo de dudas, de
búsqueda de la voluntad de Dios y de muchas espinas.
Juanita se santificó en su ambiente, en medio de los suyos, minuto a
minuto. Ante cualquier acontecimiento se adelanta amando, esmerándose en
“labrar la felicidad de los demás”, considerándose “la última de todas”
y mirando siempre en el prójimo a Jesús. Carga con su cruz y las cruces
de los suyos, porque experimenta vivamente que “a la sombra de la cruz,
todas las amarguras desaparecen”. Amarguras y serios problemas que se
agudizan en su casa que con gran pena los vive cuando la autorizan a
salir del Internado. Los enfrenta a la luz de la Verdad, del Amor y la
oración. “Que vuelva la paz a mi familia”, le pide al Señor; “que mi
papá se confiese”, que Lucho recupere la fe: “Todos los sufrimientos
enviadme, Dios mío... con tal que él se convierta”.
Conmueve cómo trabaja con amor y sabiduría para unir a sus padres.
Impresiona su madurez y equilibrio, su valentía y confianza en Dios; la
capacidad de ver lo que los otros no ven y la generosidad de no exigir
nada. Tratando de pasar inadvertida, contribuye a la paz, tanto en el
Internado como en su hogar. Sin criticar y aplastando sus propias
rebeldías, cura las heridas con dulzura y con su actitud acerca a
quienes la rodean al Señor.
Traspasa su entorno familiar y colegial al inscribirse para ayudar,
enseñar, catequizar y acompañar los sábados a las alumnas internas del
colegio de niñas pobres que sostiene el Sagrado Corazón. A ellas les
guarda con especial cariño los dulces que desde su casa le mandan. Los
testimonios de su entrega y alegría entre las niñitas son elocuentes.
Asimismo, cuando encuentra en el camino a la iglesia a niños harapientos
tiritando de frío y con hambre, se les acerca, los invita a su casa a
tomar desayuno. Es así como aparece Juanito, un niño de casi 10 años,
que viene escapando de una tienda con una tela robada. Juanita con
autoridad y cariño lo persuade para que devuelva la tela. Lo acoge como
si fuera su hermano pequeño. Lo prepara para la primera comunión, con
sus ahorros le compra sus primeros zapatos; le enseña a leer y a
prepararse para enfrentar el mundo. Consagra su pobre hogar al Sagrado Corazón. Intenta alejar al padre del alcoholismo y aconseja a la mamá
para que guíe por el camino del bien a su hijo. “No es el único niño que
socorre –dirá Lucho en el Proceso– pero en él vio a todos los niños
desvalidos del mundo”.
Las escasas hectáreas de Chacabuco que ha podido conservar doña Lucía
han sido subastadas. “Todos estábamos abrumados –declarará Lucho– por
perder la gran riqueza de los Solar. Sin embargo, Juanita era la única
serena y nos consolaba a todos, especialmente a mi padre. Lo mejor lo
dejaba a nosotros y ella se quedaba con las cosas más modestas”. Con
cariño, pero a la vez con firmeza, Juanita le repite una y otra vez a su
madre: “Mamacita, no se lamente, ofrézcaselo a Dios”.
Otra de sus amigas dirá: “A pesar de que sentía pena por lo que
sufrían los demás integrantes de la familia, Juanita se conformó
fácilmente... Vio la mano de Dios para que supiera desprenderse de los
bienes materiales...”
Por su parte, escribe en su diario: “¿Para qué apegarme a cosas
transitorias que no me llevan a Dios que es mi fin? ... No me importa la
pobreza, los desprecios, pues esto me lleva a Ti... Todo lo que el
mundo estima no vale nada”.
Asombra el equilibrio de Juanita para unir y vivir lo divino con lo
humano con una naturalidad abismante. Amistosa, alegre, entretenida,
abordable, sencilla; excelente deportista, amante de la natación, las
cabalgatas y el tenis. Amante de la música, de la literatura, del arte y
la belleza natural. “Todo lo que veo me lleva a Dios. El mar en su
inmensidad me hace pensar en Dios... En su infinita grandeza... Cuando
pienso que cuando sea carmelita, si Dios lo quiere, tengo que abandonar
todo esto, le digo a Nuestro Señor que toda la belleza, lo grande lo
encuentro en Él”.
Un nuevo dolor la golpea fuertemente: otra gran prueba. Como se
casará Lucita, quien llevaba la casa en lugar de su cansada madre, doña
Lucía sin grandes explicaciones la retira del colegio antes de
terminarlo. La pena de Juanita es indescriptible. Hacía tiempo se había
encariñado con el Internado, con sus maestras y compañeras, con las
niñas que catequizaba los sábados y además, como es lógico, quería
terminar el último año y graduarse. Sin embargo, no le queda más que
obedecer, pues su madre está deteriorada de tanto luchar. Es elocuente
la carta que le escribe al Padre José Blanch, asuncionista, en donde le
cuenta el estado de su alma y su nueva vida, que la percibe como un
anticipo de la obediencia que deberá practicar y vivir en el Carmelo:
“Créame, Rdo. Padre, que me ha servido de preparación para mi vida
religiosa. Mi mamá me manda constantemente y me reprende cuando no hago
las cosas bien. Y muchas veces sin motivo. No tengo cómo agradecérselo a
N. Señor, pues así se lo inspira a mi mamá para que viva siempre en la
cruz que es prenda de su amor. ¡Cuánto me cuesta a veces callarme. Y
cuando contesto, me he propuesto besar el suelo para humillarme y
pedirle perdón a mi mamá. También me esfuerzo en obedecer aún a mis
inferiores, como obedecía N. Señor en Nazaret. Quiero asimismo que nadie
sospeche que ciertas cosas a veces me son ocasión de sacrificio,
mostrando mi buena voluntad para todo. Y como yo no lo manifiesto, todos
creen tener derecho para exigir de mí lo que les agrada. A veces siento
sublevarse todo mi ser dentro de mí misma, pero pienso que es el único
medio de ser santa, y que por el amor a N. Señor se puede, y soporto
todo. De esta manera me abandono a la voluntad de Dios, pues, como Él me
ama, elige para mí lo que me conviene...”.
La Virgen María, su confidente y amiga, a la que siempre invoca e
intenta imitar, será su gran apoyo en esta nueva etapa de servicio en su
hogar. Servir como Ella lo hacía, ayudar y socorrer como lo hizo con su
prima Isabel. Ella la consolará en este nuevo desafío, nada de fácil.
Por otra parte, don Miguel económicamente va de mal en peor. Hace
tiempo se han cambiado a otra casa del centro de Santiago, en la Calle
Vergara. Esta vez no son dueños, sino arrendatarios del segundo piso de
la casa, que tiene una escalera para bajar a un pequeño patio interior.
Juanita, en sus improvisadas libretas, algunas usadas para otros
fines, escribía al correr de la pluma su acontecer cotidiano y cartas a
sus amigas, sacerdotes confesores, guías espirituales y al Carmelo antes
de entrar. Poco a poco, esas impresiones escritas al instante, no
siempre con tinta, se fueron transformando en su propio Magníficat,
contando las grandezas del Señor, las maravillas inmerecidas que en ella
hacía, reconociendo a la vez con tanta naturalidad su pequeñez y su
nada.
A Juanita se le va conociendo en la medida que se va asemejando a la
Virgen María y a medida en que se va configurando con Cristo. Hay que
leerla en clave de amor, porque a través de ella se descubre la acción
de Dios. Es el amor de Dios quien se apodera de su alma y cómo ella se
deja transformar y divinizar.
Gracias a estos escritos, que ella pidió que quemaran y por un
malentendido no se hizo, podemos conocerla en profundidad y apreciar su
camino hacia la santidad. Estos nos hacen quererla y admirarla, pero no
tanto por su heroísmo sino por lo que tiene de Dios.
Resulta fácil darse cuenta de cómo va desapareciendo para dar cabida
al esplendor de la imagen de Cristo, sin necesidad de anularse. Al mismo
tiempo, la sed de almas de Cristo también la siente ella. Quiere que
todos se salven sin excepción alguna.
Llama la atención que cuando tiene apenas 17 años entra a una
asociación de Reparación Sacerdotal en donde se ora por los sacerdotes
infieles, por los que han sucumbido a su voto de castidad, por los que
se buscan a sí mismos endiosándose y no la gloria de Dios, y los que no
cumplen con sus deberes sacerdotales. Ella, sin saber a ciencia cierta
lo que significaba, infusamente lo entiende, lo considera necesario por
ser miembro vivo y corresponsable de la Iglesia Universal. Para ello
hace sacrificios y mucha oración, asiste a la adoración del Santísimo en
la Gratitud Nacional en donde rezaban por la Reparación Sacerdotal.
En una carta, dirigida a una amiga de su madre, escribe: “Mucho le
agradecería me enviara una amplia explicación de la Reparación
Sacerdotal; pues, aunque ya pertenezco a ella, sin embargo, no me lo han
explicado muy bien. Y yo, como deseo ser carmelita –la cual se propone
rogar por los sacerdotes–, tengo verdaderos deseos de llenarme por
completo del espíritu de reparación, ya que creo le agradará a N. Señor,
pues sufre tanto por las ofensas de aquellos que, llamados a ser sus
verdaderos e íntimos amigos, muchas veces lo olvidan y lo olvidan.
¡Cuántas veces he sentido en el fondo de mi alma, al ver sacerdotes
indignos de tal nombre, mucha pena! Y mucho tiempo atrás ofrecía una vez
a la semana, la comunión y la Misa para rogar y reparar por ellos”.
Desde muy pequeña Juanita ha participado en cuerpo y alma en las
misiones de Chacabuco, después en Cunaco y más tarde en San Pablo de Loncomilla. Cuando estuvo veraneando en Algarrobo, salía a las caletas a
buscar a los hijos de los pescadores para enseñarles a querer a Jesús y
a la Virgen María y así prepararlos para la primera comunión.
Sentía que a Él debía acercar las almas, manifestándoles la inmensa
alegría que significa conocerlo y amarlo. Teresa de Los Andes fue un
apóstol del Señor, una verdadera misionera en todo el sentido de la
palabra, conquistando a las almas por “el apostolado y la oración”.
Sin embargo, el gran apostolado que ejerció en el mundo, sin ella
misma darse cuenta, fue el ejemplo de su propia vida, vida de alegría,
de generosidad, responsabilidad, amor, fidelidad, correspondencia a la
voluntad de Dios, como católica y miembro activo de la Iglesia; como
chilena comprometida con su patria y los que sufren, como hija, hermana,
amiga, alumna y luego dueña de casa.
Su sentido eclesial va ampliándose, se desborda de tal manera que
desea abarcar a toda la humanidad. El Señor la quiere en un pobre y
lejano monasterio de carmelitas descalzas de Los Andes. Y allí va
Juanita, convirtiéndose en Teresa de Jesús, para “vivir espiritualmente
unida al mundo entero... y santificarse a sí misma para que la savia
divina se comunique, por la unión que existe entre los fieles, a todos
los miembros de la Iglesia”.
Su madre, doña Lucía, es la primera en admirarse de la alegría de
Teresa en el Carmelo. Gracias a ella abandona la creencia del Juez
castigador porque va descubriendo al Dios Amor, a Dios Padre y Amigo, al
Dios Misericordioso que se comunica y se da; el mismo Señor que se
manifiesta en su hija. Al Dios que es “alegría infinita”, que transforma
todos los temores en el más puro amor y confianza y en “una ternura que
no conoce término”.
También Rebeca, la hermana menor, la que no puede comprender cómo
ella quiere tanto al Señor y consagrarse para siempre a Él, “cuando no
recibe ninguna muestra de cariño exterior”, va descubriendo, guiada por
las cartas de Teresa y por la alegría que percibe en su nuevo estado,
que “Dios demuestra su amor mucho más que todas las criaturas y que a
cada instante se reciben muestras de su amor infinito”. Teresa lo vive
de tal manera que es imposible dejar de percibirlo detrás de las rejas y
sus escritos, que meses después de su muerte entra al Carmelo, al mismo
monasterio de Los Andes.
Los santos para que sean tales, arrastran a muchas almas a Dios.
Teresa fue el instrumento del Señor para despertar vocaciones religiosas
entre sus amigas. Varias de ellas la imitaron y consagraron su vida al
Señor.
Es Jesús quien se encarna en Teresa de Los Andes para llamar ahora a
los jóvenes por su nombre, para decirles que vayan a Él “como el amigo
más íntimo y contarle todo lo que pasa por sus almas”.
En 11 meses llegará a las cumbres del Amor guiada por María, la Madre
de Dios, para configurarse con Cristo por toda la eternidad. El largo
camino de la santidad lo había recorrido en el mundo entre los suyos. En
el Carmelo, el Señor terminó de perfeccionarla y purificarla.
Ana María Risopatrón